Las Campanas de Oreste Plath

Paulina Valente Uribe*

Entrevista realizada a Karen Plath Müller Turina en exclusiva para este sitio, Santiago de Chile, junio de 2000.

 

Existieron muchos pájaros en la vida de Oreste Plath. Anidaron en su casa y en los salones de la Biblioteca Nacional, en los adoquines, en las esquinas y en algunos rincones de la ciudad.

Cuando viajaba con sus padres en trenes que lo alejaban de Chile, su madre le hacía recordar comidas, sabores, olores a mar y a campo, nombres de pájaros con sus respectivos colores y canturreos, dichos y ritos que pertenecían a su tierra. "Cuando tenía siete años empecé a escuchar con alegría la voz de una mujer chillaneja", escribe. Este susurro era la voz de su madre que permaneció cada día y cada noche.

Dicen que se paseaba por las calles preguntándole a la gente de sus vidas y de la vida y que contaba que las personas creían conocer su tierra pero que eso no era verdadero "...parecemos extraños frente a nuestro país; conocemos desde este lugar y hasta la otra esquina" mencionaba, y luego se sumergía en las páginas de algunos libros y en las tradiciones de todas las personas.

Hoy llegué temprano al departamento de vista amplia al Museo de Bellas Artes y al Parque Forestal. En este lugar vive Karen Müller, hija de don Oreste, investigadora y principal recopiladora de la obra de su padre. Ella me abre los archivos fotográficos y cuadernos de apunte donde se encuentran todos los recuerdos; me enseña a utilizar los runrunes, emboques, bolitas, remolinos y trompos que guarda en la habitación de los juegos populares, lugar predilecto de Karen. Cada uno de los colores habita en aquel espacio donde Oreste Plath durmió al silencio, en su último día.

Oreste Plath, su nombre literario. Oreste, quitando la "s", de Orestes, legendario héroe griego, cuyo nombre simplemente le gustó. El origen de Plath viene del sello impreso en un juego de cuchillería que existía en la casa de sus padres.

De pequeña, la hija de don Oreste se visualiza detrás de los largos abrigos de su padre escuchando los diálogos de las visitas que diariamente acudían a su casa. En secreto bajaba silenciosamente los peldaños de la escalera para ver, entre las rendijas y nudos dibujados en la madera, cómo conversaba el papá Oreste con sus invitados de honor en un escritorio con patio interior rodeado de ventanales. No en vano es a Karen a quien le dedica algunas páginas de sus libros:

Karen
Este libro nació con tu primer llanto
te lo dedico después de 40 años,
cuando tengo yo 80
y soy tu llanto

"Nos entretenía, a mi hermano y a mí, con cosas muy simples -cuenta Karen- como ir al Parque Forestal o a los botes de la pequeña laguna de Quinta Normal". Los grandes parques de la ciudad de Santiago fueron los patios de todas las casas donde vivió la familia de don Oreste. "Era en el Parque Gran Bretaña donde el papá nos invitaba a buscar monedas perdidas. Nos vestía con traje de montar y nos subía en pequeños caballitos que se arrendaban. Desde nuestro personaje de jinete buscábamos aquellas monedas doradas que brillaban entre las hojas secas de los plátanos orientales. Al parecer el papá sembraba de dinero las raíces de los árboles, prados y matorrales. Salíamos a mirar lagartijas e insectos y construíamos pequeñas embarcaciones de papel lustre para hacerlas navegar en algún espejo de agua. Se adueñaban de los domingos las ferias, las matinés, los paseos en troley y tranvías. El papá iba con nosotros de la mano, con un auto de madera a pedales y con las compras para el almuerzo. Los domingos siempre fueron del papá".

Cuatro grandes penas invadieron la vida de Oreste Plath: que lo echaran del Club de la República, por no pagar las cuotas; el despido como director del Museo de Arte Popular Americano de la Universidad de Chile; no conocer la Antártida y la trágica muerte de Josefa Turina Turina (Pepita Turina), su esposa. Las grandes felicidades lo invadían en cada esquina, café o restaurante, cuando se encontraba con algún amigo llamado Lorca, Alarcón o González.

Después de varios encuentros con Karen elevados entre las copas de los árboles cercanos ya al otoño, hablamos de la tristeza de las despedidas… "aquel último día entró a la casa un gran amigo, de los más nobles. Vio ahí tendido a don Oreste espantando a la muerte que lo rondaba. Una manta calentaba sus manos y el miedo le cubría los ojos. Se acercó entonces el hombre noble y le preguntó quién quería que lo viniese a buscar y él respondió: mi madre".

Como en la magia del juego y el levantamiento de un volantín sobrevolador de nubes y de pájaros, sería su madre la que le habría abierto las puertas de la sensibilidad acerca de la identidad de este pueblo del sur del mundo. Fue ella nuevamente la que le vino a enseñar otros caminos, los de la muerte.

A este relato, se unen el atardecer del parque y las sombras que poco a poco se dibujan en el pavimento. Cerca de la carretera y enredadas entre las palmas y la miel chilena que visten los montes, aún tañen las palabras y los versos de don Oreste, latiendo cadenciosamente en los sublimes vientos del Cerro La Campana.

*Paulina Valente Uribe

Periodista, Licenciada en Comunicación Social y Magíster en Literatura. Realizadora del libro ¿Hay Alguna Flor que se Come?, poesía de jóvenes con discapacidad mental y síndrome de Down. Editorial Sudamericana Chilena. Santiago de Chile, 1997.


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