El santiago que se fue

Enrique Lafourcade
(Diario El Mercurio, Santiago, Chile, 24 de agosto de 1997, Cuerpo D pp. 36-27)

  • Espléndido libro de Oreste Plath revive una ciudad que continuamos destruyendo. Sobre el tiempo y el río. Merenderos, tabernas, quintas, bohemios e imaginativos.
  • El escritor se despide de este mundo con un poderoso trabajo en el que defiende la vida y la memoria de un Chile humano y tierno.

 

Tiempos duros, éstos. Llega Stephen Hawking. Muere El Señor de los Cielos, tratando de probar mediante cirugía plástica que no era el Señor de los Cielos, cosa que ya sabíamos. Caen como sospechosos, y en forma injusta, algunos conocidos chilenos. Se nos viene encima un manso temporal que prueba que en este país se hace camino al andar. Lo mejor, correr a un libro. Capeo las tormentas sumergido en "El Santiago que se fue", una valiosa recopilación informativa de Oreste Plath, sus apuntes de la memoria, como lo llama.

Con sus palabras, explica esta obra, la última que escribió, de este modo "Calles del pasado que el tiempo borró. Tranvías que dejaron sus rieles bajo el pavimento. Mi amiga, la ciudad". Parece un tango viejo.

 

Hombre de lápiz y cuaderno

Recuerdo a Oreste siempre con su cuaderno, recogiendo minucias, nombres, palabras. El ancho universo, el aterrorizante universo, está formado de minucias.

César Octavio Müller Leiva nació, vivió y murió en Santiago. Durante ochenta y nueve años padeció el amor por su tierra. Sin perjuicio de recorrer otros lugares. Transformado en Oreste Plath no dejó casi nada sin examinar, anotando los nombres de los pájaros, las animitas, las letras de coplas populares, los graffitis, el modo como conviven y conmueven los hombres del vino, recogiendo versos olvidados, palabras soeces, o de amor. De terminando la manera en que comen, duermen, respiran en este mundo, ricos y pobres. Llenando cuadernos. Abriéndose a la interminable aventura humana.

 

La pérgola de San Francisco

Su último libro se abre con una evocación de las floristas que estaban en la Alameda de las Delicias, frente a la Iglesia del Poverello. Surge el nombre del poeta Robinson Saavedra Gómez, temucano, de la poesía secreta. Una mañana Robinson "fija" este lugar en estos versos:

El alto campanario se deshoja en palomas
al alba, al mediodía, al atardecer.
Haciendo un hueco tal un nido fragante
la ciudad ha puesto aquí su corazón a florecer.
Desde la cordillera, como el sol que la empuja,
la Avenida de las Delicias corre hacia el mar.
Dobla el recodo de San Francisco, y como un remanso,
se detiene un instante para cantar.
Es aquí que se hermanaron hace ya mucho tiempo
la campana, la flor, la paloma, el perfume y el sol...

Frente a la pérgola estaba "La Isleña", donde se tomaban los helados "Peach Melba", helados de vainilla, medio durazno de tarro y salsa de frambuesa. Todo se desvaneció. La delicia de la alameda, los álamos, "El Negro Bueno", café de amanecida donde la leyenda asegura que llegaba don Andrés Bello, su fantasma. Se bajaba del sillón de piedra y se sentaba en un lugar sombrío a oír a Juan Emilio Pacull melodramatizándole a Renato González, "Míster Huifa" la novela de Maugham "Servidumbre Humana". Todos lloraban. Don Andrés no, por que no había leído el libro, por que éste no se había escrito. Oreste sabía quién era Mildred y muchos detalles sobre su enamorado cojo. Y también quién era el dueño de "El Negro Bueno", Miguel Ramis Clar.

 

Algo más sobre "Il Bosco"

Se abre en 1947. Dura 36 años. En Alameda 867, fundado por Salvador Majhuan y los hermanos Luis y Atilio Bosco. Uno de los socios se casó con "Nena", la cajera, Graciela Blaya. Mozos y garzones para la memoria, el Heriberto (Quijada) y el Caupolicán (Aedo).

Tiempos de Xenia Monty, la primera pilucha que muestra sus pechos ebúrneos, amarfílados, en público. En la historia de Chile. Llegó con el Follies Bergére de París al "Opera". Fue a terminar la noche al Bosco. La encontraron en el suelo del baño de señoritas, ebria de trementina y largos besos. La ayudaron el Heriberto y el Caupolicán (esto lo acabo de inventar). Ella, en pago se sacaba sus senos franceses.

Oreste recuerda la procesión fúnebre que irrumpió en el gran comedor al filo de la madrugada cuando estaba lleno de manducadores de humeantes cazuelas de ave. Conducían un ataúd. Iban con velas encendidas. Instalaron el sarcófago en el centro, pidieron vino embotellado y comenzaron los brindis por el muerto. Atilio Bosco llamó a los carabineros. De pronto, resucitó el cadáver. Estampida general de borrachos. Según mis palomas mensajeras participó en este "happening" la poetisa Stella Diaz Varin (como viuda) y conspicuos miembros de "El Zócalo de las Brujas", organización estética de combate que sesionaba en el café "Iris" muy próximo.

 

El Enano Maldito

En enero de 1967 entró a "Il Bosco" una niña de la noche que tenía su punto fijo en Alameda con Estado. En esa esquina, en un subterráneo, mantenía su espectáculo el fakir ayunador Shazaman. En una urna. Con Jodorowsky y Enrique Lihn íbamos a visitarlo. Una noche vimos cuando el ayunador recibió un churrasco-palta que un mozo de "Il Bosco" le llevaba puntualmente como a las tres de la mañana.

Volvamos a la ninfa. Oreste Plath la recuerda cuando llegó a "Il Bosco" contoneando "su figura esbelta y provocativa" entre los aplausos de los curaditos. Una hora después la hetaira fue degollada en el hotel Princesa, a pasos de San Francisco. Se llamaba Marta Irenia Matamala.

¡Pobre señorita Matamala! Según la prensa, la degolló un chico cabezón, medio débil mental, apodado "El Enano Maldito". Hubo una razzia de enanos malditos. Nosotros bromeábamos con esto. Montamos un "operativo'' para esconder a por lo menos dos poetas, uno de la "Sech", y el otro del círculo literario "La Unión Chica", pensando que a lo mejor... Nunca se supo bien quién mandó al otro mundo a la Matamala. Seguro que no fueron escritores.

Lo interesante es que Oreste salvó para la historia de la eternidad este nombre. "Il Bosco" cayó muerto en 1984. Nuestro cronista recuerda la polenta de don Atilio, en la que se paraban pajaritos "condimentados con él jugo de los mismos".

 

Banquetes de intelectuales

En esos tiempos cuando alguien publicaba un libro, recibía un premio o presentaba una exposición de cuadros, sus amigos le organizaban una comida- banquete. No sé qué diferencia hay entre una comida y una comida-banquete. Tal vez la foto. Una fotografía final de todos con cara de buena digestión. Hoy, las cosas se celebran con un cóctel. Un vino de honor, con bocaditos plastificados. Todos con una copa en la mano y un tumulto de gente que no se conoce.

En el "Amaya" en Estado, se armaban estos festejos. Era un restaurante favorito de Rosamel del Valle y Roco del Campo. El maestro Isaías Cabezón tenía allí su cátedra. Isaías había nacido en Salamanca. Cantaba en alemán, tocaba una trompeta imaginaria. Eran tiempos de músicos-poetas. Acario Cotapos tocaba no una trompeta, producía una orquesta entera, imaginaria. Interpretaba sinfonías. Pedro de la Barra había institucionalizado su orquesta afónica. Isaías Cabezón acompaña a Neruda en sus errancias españolas y francesas. Acario e Isaías podrían dar lugar al más fascinante libro de aventuras. Como cuando en Madrid Neruda y Delia deciden celebrar la Navidad. Le encargan a Isaías que vaya a comprar un gran pavo. Neruda le entrega un secreto de La Frontera: "para que la carne quede más apetitosa, no te olvides darle un traguito de vino añejo". El maestro Cabezón llevó al pavo a diversas tabernas, para ablandarlo. Llegaron de vuelta pasados a cervezas, vermouth y vino barato. Luego, Isaías, con muchas disculpas al pavo, le retorció el cogote.

El salamanquino tenía un humor que ni de Salamanca española, debido a que allá son salmantinos. Una vez García Lorca lee, como una primicia, su poema "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías", en la casa de Neruda, y todos oyen muy conmovidos este réquiem; Isaías le espeta, al final, cuando García Lorca estaba tratando de recuperar el aliento con los ojos en lágrimas ¡Mire, joven! ¿Y exactamente a qué hora sucedió todo esto?

El maestro era muy pequeño, de poderoso tórax, gran cabeza calva, mirada rápida, huidiza. En una oportunidad en que fue a un restaurante pidió solemne la carta. Era un merendero de poca cuantía. El mozo, enfurecido, le gritó: "¡Aquí no hay carta, señor; aquí sólo hay longanizas con papas y papas con longanizas!". El maestro, sin perder la calma, le dijo: ¡Señor, le he pedido la carta, no la patada nacional! El pintor Camilo Mori afirmaba que Isaías no sólo era calvo y chico sino además cojo. Pero que era corto de las dos piernas, por eso nadie lo notaba. Mori también era muy pequeño. En Alemania, célebre cuento, coincidieron becados tres chicos: el maestro Isaías, el maestro Samuel Román y el chico Israel Roa. Era la Alemania del comienzo del nazismo. En una cervecería los detuvieron. Dieron sus nombres, aterrados: Isaías, Samuel, Israel. Casi se los llevan.

 

Para un viaje sentimental

El libro de Oreste, su Orestíada, está lleno de excelente información inútil. Por ejemplo, sobre "El Teutonia" que estaba en la calle Bandera números 837 y 843 y que tenía una orquesta vienesa, mientras la gente comía vienesas. Las damas eran medio viejonas, como señoritas profesoras de música jubiladas. Yo creo que hacían "dobletes" por que las encontré después, por lo menos a una, en el "Club Alemán de Canto" de la calle Esmeralda, frente al "Can-Can".

A propósito, tuve oportunidad de tener una interesante charla con Onofre Jarpa sobre "La Quinquina" y otros merenderos nacionales. "La Quinquina" estaba en Monjitas 841, atendida por su dueño, un señor Campos, y sus tres hijos. Famosa por sus "choros zapatos". Casi frente a "La Bahía". Tenía una yana o barra con picadillos o tapas. Quesos, aceitunas, huevos duros. En "La Bahía", fundada por los hermanos Tort en 1922, su poderoso plato era el chupe de guatitas. Había allí una suerte de dictador, respetado por los más insolentes borrachones, don Pepe. Era flaco, con algo de tétrico monje zurbaranesco. Oreste dice que se llamaba José Ruiseñor. Me gustó mucho el cambio, aunque yo estoy casi se guro que su apellido era Ruiseñol. Tal vez guardaba adentro una avecilla de gran canto. Luchito Riffo fue uno de los maitres.

Era bastante afrancesada esta bahía. Su barman Gerardo Ruiz inventó "El Pecado Original", vodka, apricot brandy, marrasquino, hielo y manzanitas japonesas "o sea, manzanitas del amor". Otro barman, el Anastasio Caballero Fernández, alias el Tana, 37 años en la bahía, era experto en hacer el "chuflay", bilz, aguardiente, fernet y torrejas de limón. La Bahía concentró algunas noches a buena parte de la historia viva de Chile. Y de Argentina.

 

Picadas, comederos

El "Atenas" estaba en Bascuñan Guerrero, al llegar a la Alameda. Allí sigue. Fabricaba agregados culturales y cónsules, en tiempos de Arturo Alessandri Palma. En "El Chiquitito", en cambio se hacían los embajadores, entre cocina normanda y provenzal. En el "Germania" tambien en la Alameda, por el barrio Estación Central, había música y cantores. Neruda escribió en una pared su "Oda al vino". Y el poeta secreto Sofanor Tobar algo de su libro "Asado al palo" que al parecer nunca publicó.

 

Más datos para don Onofre.

En ese mismo barrio "El chancho en batea", celebre por su arrollado caliente, que se deshacía en la boca. Y "El viejo de la pera", un auténtico museo de la chicha de Malloa, San Vicente, San Javier. "Servido y Pagado". Por la Avenida Pajaritos, recuerda Oreste, estaban una serie de fritanguerias. Allí llevó al doctor y folclorólogo argentino Raúl Cortázar a comer sopaipillas. "Nos sentamos a una mesa toda pringosa y una robusta señora de pueblo nos preguntó: ¿qué se van a servir los caballeros? A lo que respondimos: "Sopaipillas secas y pasadas y una taza de café". Muy atenta dijo: "Un momento, voy a pasar la 'malaya' (un paño) por la mesa". Y luego nos preguntó: "¿Qué les tiro primero, las secas o las pasadas?".

El "Zum Rhein" en Bandera 6, de Atilio Capomassi con sus escabechados de codorniz, de corvina. "La Antoñana" donde el poeta Manolo Segalá preparaba el sanguche de los pobres: pan untado en ají chileno. Donde de se cantaban unos boleros con letra de Andrés Sabella. Dancing y restaurante. Como "El Hércules" a su lado, firme en la calle Bandera donde alguien me espera. O el "Zeppelin". Con niñas pintadas. Tiempos viejos. El "Black and White", el "Lucerna", "El Jote", "La Puñalada", en la calle Merced, frente a la farmacia Benjerodt, "La Trinchera".

¿Y qué me dice usted, don Onofre, de "La Novia", donde había una máquina que fabricaba besitos? Y el "Goyesca", en Estado 900, donde cantaba Libertad Lamarque "Besos Brujos" con la orquesta de Francisco Canaro y bailaba la Tongolele tan re-linda, con su mechoncito de canas, y nos reíamos con el Zorro Iglesias.

Y mejor no le digo nada sobre el "Olimpia", en la calle Huérfanos, y de los tangos del Nino Lardy, el Orlando Menieri Molina. Si me parece escucharlo cantar el "Cuartito Azul" o las "Casas Viejas". El Lardy que triunfaba por 1930 y que recién se vino a morir, ciego, casi un mendigo, en 1985.

 

Donde se hacían presidentes

Se preparaban los nuevos pumas radicales en la quinta "Rosedal". Su dueño, Benjamín Rodríguez, sabía cómo mantener contento a los políticos. Apenas peleaban. Uno que otro tinterazo en el Congreso, algún combo huacho en las quintas. ¿Y cómo se podía estar ajisado bailando, por ejemplo "La que murió en París" con la Laurita, la pebeta más linda e' Chiclana (esta piba es de otro tango), aunque vivía en Tropezón? Bailando ese tango en el "Rosedal", entre poncheras de arreglao y nada menos que mientras lo cantaba el doctor Alberto Castillo. Allí tocaban, alternándose, las orquestas de Armando Ronasco y Porfirio Díaz. Gran Avenida, paradero 18.

Y el hotel José Miguel Carrera con 580 camas y 50 suites de lujo, que tenía que competir con otro Hotel Carrera de la calle Castro, que era parejero y rosquero de tauras y minaje de combate. Donde oí cantar, ya anciano, a Pedro Vargas.

El libro de Oreste Plath nos hace viejos. Y también nos convierte en jóvenes melancólicos, medios furiosos por los robos, por los expolios. La ciudad que se fue, con ayuda de alcaldes y traficantes. Cuando la fábrica de besitos de La Novia, y el cajón de erizos del maitre cojo del Crillón, y el loco de los detectives en el Haití y el profeta saltarin y el loco Marín. Y colorín colorado.

 

¿Quieren saber cómo es el universo?

Se me acaba el espacio, y tantazo que hay afuera. Estoy pensando todavía en el universo de los astrofísicos y otros especialistas. Y en Hawking.

Cinco mil personas en la Estación Mapocho, Presidente y al calde. Entrada efectista de Haw king al escenario. Como un robot-bailarín. Todos de pie. El insólito doctor de los hoyos negros sonreía. Sin emitir ruido alguno de risa. Hablaba, sin poder pronunciar las palabras. Admirable este investigador de Cambridge, sobreponiéndose. La computadora que él alimentaba, explicaba todo. Un motor a pilas movía su silla ortopédica. Hawking nos aseguró que el mundo sigue expandiéndose, que lo hará siempre. Que se achica y agranda como Alicia con el hongo mágico. Que la materia se concentra hasta desaparecer en la expansión. Que nada es nada. Que todo es todo. Que el universo se hace a sí mismo deshaciéndose. Yo no entiendo esta poesía. Prefiero a Huidobro. Ahora Hawking está en la Antártida. Los científicos viven en pasmo, junto a él. ¿No se habrá, la computadora, apoderado de Hawking? Dicen que una guagua en el vientre materno, en la piscina, flotando, ve el universo, ve luces organizadas en constelaciones. La criatura está feliz envuelta en ese firmamento de signos y señales. Hasta que de pronto, catástrofe total: ¡viene la vida! Hoyo negro. Sale a la luz. A toda la luz del mediodía.

Yo prefiero no saber más sobre estas desesperanzadas realidades de Hawking. Prefiero a Dios. Hay más orden en un mundo con Dios. Un cierto comienzo de sentido. Nicanor Parra, que estaba entre los cinco mil pacientes de Hawking, dijo: "No entendí nada. Y se me helaron los pies".

Yo también prefiero encerrarme en mi lugar, como una guagua inminente, con el libro inagotable de Oreste Plath, a quien envío un abrazo. Con todos los libros de Oreste. Que impiden que se nos hielen los pies. Aunque nos aceleren un poco el corazón, aunque nos humedezcan los ojos, impiden que se nos hielen los pies.


© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina