Oreste Plath Enguirnalda con una Bandera Tricolor
Restauración de Tres Poetas

Enrique Lafourcade
(Diario El Mercurio, Santiago, Chile, 31 de agosto de 1997, Cuerpo D pp. 36-27)

Oreste Plath recupera en su libro "El Santiago que se fue" el tiempo perdido de seres que vivieron soñando. Las aventuras de Andrés Silva Humeres, Antonio Roco del Campo y Miguel Fernández Solar. En una noche oscura iluminada por los cantos de los hombres del vino. Brindis de esos tiempos (a la chicha): "Esta coloradita/ nacida entre verdes matas/ me sube a la cabeza/ y me enchueca las patas". De un juglar anónimo.

 

 

Hemos cambiado. Somos corteses. "Caracol con cara de guagua de peluquero"- le decía pablo de Rokha  al poeta Rosamel del Valle. Entonces los escritores se daban duro, trompadas, piñazos, cachuchas. Huidobro llamaba a De Rokha: "revolucionario de primera comunión, matón de barrio", y de Rokha a Neruda "gallipavo senil y cogotero", y Neruda a De Rokha después de cañonearlo con todos los adjetivos, en un poema de 1958, echaba de menos las invectivas de su enemigo: "¿qué voy a hacer sin forajido. Nadie me va a tomar en cuenta?". En sus memorias se negó a perdonarlo, y siguió llamándolo Perico de los Palotes.

Hoy, somos distintos. Sin ánimo, cuando nos exigen una opinión sobre un libro que no hemos leído y que sospechamos que no puede ser bueno, decimos "muy interesante". Los críticos se defienden de este modo. Escriben:

"Un discurso con hablantes líricos exogámicos. Todo, muy interesante".

 

¿Y qué es el gigote?

Se trata de un estofado. Una sopa-guiso de pobre. No confundir con la sopa de cogote. Se la hacía su abnegada esposa al poeta Andrés Silva Humeres, un escriba de los bohemios del "Teutonia" y "El Jote", de "La Bahía" y "El Hércules", sobre el que Oreste Plath - no termino de encontrar primicias en su libro - hace fraternos recuerdos.

Silva Humeres usaba sombrero alón y capa. Negros. Vivía buscando "el buen vino de Verlaine". Pisó escenarios teatrales. Publicó dos libros de versos. Célebre "La costurerita" que recitaban sus amigos. Poesía menor, sentimental, de álbumes y para fin de cumpleaños. Cuando muere su madre le escribe:

Con el último aliento de la noche
mi madre expiró
Un zorzal madrugaba como su alma
y la sintió.
La sintió cuando se iba la noche
y las dos
se fueron juntas, apaciblemente;
mas, como en todo viaje hay confusión
por muy serena que la marcha sea,
a la noche, al partir, se le quedó
olvidado un lucero, y a mi madre
su amado vaso de amarguras: yo.

Silva Humeres circulaba por el Santiago antiguo. Como el poeta "Miguelón" (Miguel Fernández Solar, hermano de la beata Teresita Fernández) y como Antonio Roco del Campo, al que llamaban Roco de la Noche.

Silva Humeres era loco por el caldo de gigote. Se lo hacía su mujer. Guiso para días invernales cuando escasea el dinero: cebolla pluma y pan. Fritos, carne molida, una capa de pan, una de cebollas, una de carne, aliños, nuevas capas. Para rematar con bastante vino tinto. Y al fuego la olla. Silva Humeres devoraba el guiso sin sacarse la capa. Todo era capa y vino tinto. Viene del estofado francés, que se hace con pierna de carnero.

Silva Humeres nació en La Ligua. Y allí fue a morir. Descansa en el cementerio donde también duerme Jorge Teillier. Son buenos los cementerios de pueblos cuando llegan a morir allí los poetas. No tienen fantasmas ni vampiros. Teillier escribió:

Para hablar con los muertos
hay que elegir palabras
que ellos reconozcan tan fácilmente
como sus manos
reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad.

Los unía el vagabundeo por la vieja ciudad, tras la estela roja- sangre del vino. Poetas dulces como dulces de La Ligua.

 

Antonio Roco del Cántaro

Tuvo muchos nombres. Conocía los caminos del vino y el de los tallarines. Cuando los convites eran principales solía guardar en sus bolsillos presas de pollo, pedazos de bifes, prietas. Un periodista de ese tiempo lo describió:

"Andaba siempre con la ropa cubierta de elocuentes manchas aceitosas". Los bolsillos de su abrigo eran una despensa de la que sacaba chuletas de chancho, costillas de cordero. Cuando estaba de humor les escamoteaba a los mozos en los restoranes parte de las viandas que llevaban en sus bandejas. A veces un cliente lo tumbaba de un puñete. Roco de la Noche se quedaba bajo la mesa, tranquilo, hasta que pasaba la tormenta.

Dormía en la iglesia de San Francisco, a la que entraba cuando estaba amaneciendo. Aunque se aseaba en la fuente de las palomas y no en la del agua bendita. A veces se iba a dormir al archivo de "El Diario Ilustrado", donde tenía amigos. Se tapaba con periódicos.

Adoraba los huevos duros, como todos los curados. Y los sánguches de pernil con ají chileno.

Según Oreste Plath, sufría de "dromomanía" o "drapetomia", el impulso irresistible de vagar. Como el poeta Molina, que también solía quedarse a dormir en los bancos de San Francisco, cuando se le iba el último carro. Eran tiempos de tranvías y góndolas.

Molina era un caballero señorial, antiguo. Teillier recuerda haberlo visto hacia las ocho de la mañana, cuando llamaban a la primera misa, salir de la iglesia, muy peinado (seguro que usaba la pila de agua bendita para su toilette). En el portal, un mendigo madrugador. El poeta Molina, en un gesto elegantísimo y altivo, sacó una moneda de su bolsillo, sin duda, la última, y se la entregó. Despues. se alejó por la ciudad brumosa en procura de su desayuno.

 

¿Lo atropelló un auto en Talca?

Antonio Roco de la Noche, periodista, historiador, poeta de vida, trabajó sin extenuarse. Según Julio Barrenechea, su mayor contribución a la gastronomía fue haber inventado el sánguche de pan con pan. Receta que entregamos en forma exclusiva: en una marraqueta abierta se incrusta una rebanada de pan negro y el todo se aliña con lo que esté a mano, ojalá ají.

Además de los tallarines - a veces de algún bolsillo de su chaqueta salían entre lápices y papeles unos gruesos macarrones sonrosados como serpientes - el vagabundo adoraba los pequenes.

Entre sus ocasionales trabajos estaba el recibir en el diario "La Hora" los resultados de la Lotería de Concepción, por teléfono. Cuenta Bernardo Kordon en su magnífico libro "Historia de Sobrevivientes" que en cierta oportunidad anotó cuidadosamente a los ganadores de la lotería. Después, se fue al baño del diario a vaciar la tripa - como dicen certeramente los españoles - y regresó a buscar sus notas para entregarlas a la publicación, descubriendo que las había hecho en papel higiénico y que luego había usado ese papel. La lotería se fue por el desagüe. De todos modos, aterrado, Roco de la Noche inventó los números ganadores y creó una confusión terrible. El se excusaba diciendo que por lo menos dio una enorme felicidad durante algunas horas a unas familias.

A propósito de Bernardo Kordon, el gran escritor argentino está en Santiago. Aquí vive, ahora. Le enviamos un fraterno abrazo y divulgamos la noticia. Es un privilegio para este país tenerlo entre nosotros. Ojalá la Sociedad de Escritores se diera por enterado de esto. Kordon ha hecho más por el conocimiento de Chile y de América Latina, que muchos embajadores y agregados culturales. Merece todos los reconocimientos y homenajes.

Roco del Campo cayó enfermo junto a "su hermano", Andrés Sabella. En el hospital donde ambos se reponían de un ataque de "rosita", Roco, desesperado, convenció a las monjitas que le sirvieran las medicinas en copas, como sí fuera vino blanco. "Aquí tiene su aperitivo, don Antonio" - le decían. Y él se lo tomaba con gran ceremonia. Se mejoró y regresó a Talca, su lugar de origen.

Andrés Sabella escribió sobre la muerte de Roco del Campo, diciendo que lo habría atropellado un automóvil en Talca. Tal vez el único que había en la ciudad. Oreste Plath reproduce este relato. La verdad es que Roco murió tranquilamente cuidado por su familia. Al que atropellaron en Talca fue al poeta Samuel Maturana Letelier, quien vivía entonces en dicha ciudad. Conozco otro poeta atropellado por un auto, Aldo Torres Púa, quien perteneció al grupo "Los Díez". Sucedió en 1960, en Londres. No estoy seguro si fue un auto o autobús.

 

Algo sobre los pequenes

Sabella era loco por estas empanaditas picantes. De Rokha. Neruda. Quien escribe, mantiene una prudente devoción con este producto alimenticio, auténtica seña de identidad de nuestra prehistoria humanística.

Todavía es posible comprar pequenes de muy ortodoxa factura en la última fábrica que existe en Chile. La fundó un italiano de apellido Nilo. Se la vendió a un antofagastino, don Mario Podestá. Hoy, la mantienen hijos y nietos. En la calle López 393, próxima a la Vega.

Pequenes normales más chicos que una empanada de tres puntas, y los pequencitos, o sea, los pitucos, para cocteles de los Palestro a 50 pesos cada uno. Además producen empanaditas de pera y conejos rellenos con crema pastelera. Sus dueños aseguran que la cebolla de estos pequenes "jamás repite".

También se venden en el Mercado Central, local 109, frente a "La Selecta". Andrés Sabella los llamó "flor de cebolla y ají". Es el acompañante del cureña, con el huevo duro y el charqui. Lo comen para mejorar el aliento. Hay que ayudarlo con grueso vino tinto.

Pequeneros de farolito y canasto solían encontrarse en la puerta del "Hércules". Hasta las coristas del "Zepellin" próximo salían a reponerse con un pequén. Ramón Gómez de la Serna los des cubrió en su visita a Santiago. También celebró el áspero tinto raspabuches con estos versos greguerescos:

Es tan delicado el vino que con agua se ahoga.
Se alambran los vinos buenos para que no se escapen.
Un vaso de tinto es tinta para los pensamientos.
Al que pide media botella siempre le faltará otra media.

 

Miguelón

Miguel Fernández Solar era hermano de Juana Enriqueta Josefina de los Sagrados Corazones Fernández Solar, hoy más conocida como Teresa Jesús de Los Andes, Santa Teresita.

"Miguelón", su nombre de combate, era alto y rubio. Poeta, autor de por lo menos cuatro libros. Recitador. Escribía versos en los bares, los leía con solemnidad y después de ser agasajado con un vaso de vino, procedía a romperlos. Un admirable hábito. Nuevos poetas, ¡imitenlo! Quería mucho a su hermana. Le escribió un poema que terminaba: Nadie la conoce, nadie; pero los siglos dirán.

Entre sus hazañas está el haber empeñado su palabra de caballero, para procurarse el brindis diario. Se fue al Monte de Piedad y planteó el problema al catalán: "¡Traigo lo único que me queda! ¡Mi palabra! ¡Pero es la palabra de un caballero!"

El prestamista observó al poeta que sacaba pecho, con desafiante continente de aristócrata en ruinas. Luego, a su amanuense:

- Hazle una boleta! ¡Palabra de hidalgo! ¡Quince pesos!

"Miguelón" bebía generosamente la copa del olvido. La familia trató de cuidarlo, pero el demonio de las uvas ganó el combate. Ni las oraciones de su hermana monja pudieron ayudarle. Fue a dar a la casa de orates. El, con cierto humor, contaba: "Al comienzo era muy bueno, me daban todo el día coñac; pero después sólo pude conseguir que un compadre, pintor de brocha gorda, me entrara tinto".

 

Una conquista

En la casa de orates el poeta intentó seducir a una bella. Con sus palabras: "Me fui al patio de las locas y vi a una hermosa dama toda ataviada con sombrero y cartera. La estimé visita y me ofreci para enseñarle la puerta de salida: No se moleste, señor, yo tambien estoy loca, me dijo. Le pregunté por qué estaba en ese sitio me contestó: Por curada. Desde que cambié un abrigo de petit gris por un chuico de vino tinto Cunaco, mi marido me tiene aquí".

Miguelón se escapó un día entre los días. Tenía hambre. Se fue al restaurante "El Chiquito" de la Estación Central, merendero, propiedad de unos belgas que cocinaban como príncipes. Allí pidió foie gras y champaña franceses. Cuando le trajeron la cuenta informó al dueño que él era huésped de la casa de orates. El belga, aterrado, llamó al hospital; pidió una ambulancia y mientras llegaban a buscarle atiborró al poeta de bajativos para que no se enfureciera.

Miguelón murió muy recatadamente. La familia ni siquiera informó sobre su partida. Yo lo alcancé a conocer ya muy sísmico, a la salida de "La Bahía". Ibamos a comer allí con el pintor Roberto Humeres Solar, nuestro gurú. Miguelón lo saludó, le pidió dinero. Estaba muy flaco y temblaba entero. Llovía. Nuestro guru nos informó después que se trataba de un primo de Los Andes. Que tenía una hermana muy piadosa. Que además escribía versos.

 

Bebo conmigo, y si se empaña de vez encuando mi voz al cantar...

¿Y cómo olvidar "La Piojera"? Fui a verla con el libro de Oreste Plath bajo el brazo. En un rincón de una calle tan decaída como el célebre bar Aillavilú, a metros del Mercado Central. Allí solía estar de punto fijo don Mario (Eulogio Horta), vendiendo pan amasado y huevos duros. Ramón Vinay cantó sobre una pipa. Coloane y Pacheco Altamirano llegaban a las catas a ciega de las chichas nuevas. Ya existía por 1922. Por 1916 ya existía. Uno de sus dueños recordaba que se llamaba algo así como "La Parra" o "La Viña". Y solía explicar: "Debe haber estado en pie para la Guerra del Pacífico".

"La Piojera" agoniza, está en las últimas. Un patio de baldosas; unas oficinas en harapos y al fondo, oscuro, ántrico, un bar angosto y fúnebre lleno de las drosófilas, o sea, de los hombres del vino, de los moscos que revolotean entre gemidos alrededor de los potrillos, los loritos, los cortos, que lloran sobre las mesas. Es mediodía. Afuera hay un sol esplendoroso.

Yo asomo la nariz por el bar. Me reconocen y comienzan los gruñidos y algunas invectivas porque no amo tanto como ellos el fútbol. Por fortuna, en el patio encendido de sol hay una pareja de carabineros elegantisimos, de inmaculadas camisas y corbatas. "Estamos para prevenir", me dicen, "porque se alegran mucho y se ponen pesados".

Escapo con la imagen de esos homínidos encadenados a la pared de la caverna. Tal vez mejore la cosa en la noche. Cuando empiezan a freír charqui.

En el bar "Quitapenas" se celebraba a los muertos buenos. O sea, a todos los muertos. Primero estuvo por Independencia y luego por el barrio Recoleta. En el "Quitapenas" primitivo vivió como en su casa el poeta Pedro Antonio González y el escritor Antonio Orrego Barros. Allí nació el Colo Colo, de los brotes nuevos desprendidos del antiguo club Magallanes, en abril de 1925.

A veces los velorios se atrasaban. Oreste Plath recoge documentalmente las palabras de Maina Burroni, hija única de Enrique Burroni, quien durante setenta años "despenó" a sus clientes. Ella, argentina, heredó el negocio.

"Una vez, en esos tiempos en que las carrozas fúnebres eran tiradas por caballos, el cortejo se demoró tanto en llegar al cementerio que les cerraron y no pudieron entrar al muerto. Resulta que mi papá les dio permiso para seguir aquí con el velatorio. Toda la noche estuvieron revolviéndola al lado del féretro".

Hasta el Quitapenas se está muriendo. Lo vendían en 30 millones. Nadie se interesó. ¡Qué centro poético podría haber sido! Para velatorios y recitales, con el poeta de cuerpo presente.

 

Pasemos la malaya

Mejor pasar la malaya, o sea, el paño, sobre el mármol de la vieja ciudad de Santiago. Que fue cerrada. En la que los viejos barrios esperan turno para ser demolidos. "Los demoledores, señor, ahora no respetan ni a las animitas, no respetan ni a las abuelas, como todo lo hacen mecánicamente con esos como cangrejos amarillos nadie tiene derecho a estrilar..." Casas viejas, bares antiguos, "patios viejos, color de humedad, / con leyendas de noches de amor".

Tantas cosas que guarda. este libro de Oreste. Es un antiguo baúl donde las memorias y los sueños danzan abrazados.


© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina