"El Santiago que se fue"
Apuntes de un memorioso


Roberto Merino
(Revista Hoy, N° 1050, 8 al 14 de Septiembre, 1997. Santiago, Chile, p. 59)

 

A POCO de la muerte del escritor y folklorologo Oreste Plath, la editorial Grijalbo publica un volumen que compendia sus recuerdos de lugares y personajes del viejo Santiago: notas al vuelo donde se suceden episodios de la cultura y la farándula, algunos olvidados, otros del todo desconocidos.

Oreste Plath vivía en un edificio de la Avenida Santa María, muy cerca de las canchas de tenis del Club Santiago. Su departamento estaba en el primer piso y tenía el privilegio de un pequeño patio con parrón. El folklorólogo cultivaba ahí unos racimos de uva rosada que se complacía en ofrecer a sus visitas. Cada cierto rato, interrumpía la conversación y salía a espantar a bastonazos a las pandillas de gorriones que bajaban a picotearle las uvas.

Ya octogenario, hacía diariamente la caminata hasta la Biblioteca Nacional. Se lo podía ver con regularidad en la sección de Referencias Críticas. Los periodistas que llegaban al lugar buscando información de archivo, inevitablemente terminaban acudiendo a Plath, cuya memoria antropológica era un prodigio. Sabido es que su seudónimo lo armó con dos imágenes de infancia: Oreste era el nombre de un barco que pasó alguna vez por Valparaíso y Plath el de una cuchillería que había en su casa. En tiempos de odiosidades literarias hoy desvanecidas, los surrealistas de La Mandrágora lo llamaron "Oreste Plasta".

Plath fue antes que nada un observador, un pesquisa de signos de nuestra vida urbana y rural, en general pasados por alto por el común de la gente. Investigaba estas minucias en terreno, mediante métodos propios. Encontraba datos de interés en vigas, cornisas o en los letreros de los lustrabotas céntricos. Cuando se internaba en puebluchos aislados, lo primero que hacía era examinar la basura. Así se enteraba de la calidad y la cantidad de lo que comían los lugareños. Inestimables son sus trabajos sobre el canto de los pájaros y sobre las animitas milagrosas de las calles y los caminos chilenos.

 

Emperador de la payasada

El libro póstumo El Santiago que se fue reúne apuntes del investigador acerca de lugares y personajes santiaguinos de décadas pasadas. Página tras página asistimos a una invocación de restoranes, comederos y clubes ya extinguidos, así como de escritores, actrices, periodistas, excéntricos y faranduleros de illo tempore.

Uno de los episodios memorables rescatados por Oreste Plath es el que protagonizó el poeta Carlos Vattier en el interior del Café Rex, sitio muy recurrido por los noctámbulos de los años 40. Se trata de uno de los baleos famosos de la vida literaria local, junto a los de María Luisa Bombal y María Carolina Geel. Vattier era muy amigo de Vicente Huidobro y de Inés Echeverría (Iris). Según Plath, cierta vez se puso a discutir sobre Hitler con la persona menos indicada: un nazi criollo tan imbuido de sus ideas que en un momento zanjó la polémica con el argumento de un balazo. Es curioso cómo los hechos varían de una versión en otra: Volodia Teilteiboim, en su biografía de Huidobro, dice que Vattier - "el emperador de la payasada" - se adjudicó el balazo cuando saltó a defender con su lengua filuda a una mujer que era golpeada por un bruto enardecido. Una tercera versión sitúa los hechos no en el Rex sino en el Waldorf. Conforme a esta especie, Vattier, que era homosexual, piropeó más de la cuenta a un "pije de Ahumada", para su desgracia iracundo y premunido de pistola.

De un modo u otro, el desenlace del entrevero es hilarante.

Cuenta Plath que, una vez en el hospital, el poeta era trasladado en una camilla cubierto hasta los ojos. En eso salió un médico y preguntó a los enfermeros: "¿Adónde llevan a esa señora?". Vattier, indignado, sacando la cabeza de las sábanas lo corrigió: "¡Señorita!".


© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina