Baraja de Chile

Visión humana de Chile

(Pág. 13-18)

En un intento de caracterología nacional, hay que abarcar las comidas, las bebidas, los entretenimientos, el hablar y varios otros aspectos del pueblo. Pero, contentémonos con tratar de hacer una búsqueda del roto1, del trabajador que ha luchado contra el viento y el frío, hasta poner luces de esperanza sobre la nieve y hacer una realidad el territorio de Magallanes; del obrero marítimo, que ha desafiado las tormentas de los canales fueguinos; del campesino, que ha abierto surcos para los trigales; del minero, que ha desentrañado de la tierra los minerales, y del que ha convertido desolados páramos en fructíferas poblaciones.

Y este trabajador que ha labrado la prosperidad de los pueblos es generoso sin medida, como el vino del país, y sabe exprimir las uvas de la alegría en sus cantares, que son como el fruto ácido del maqui, como el esplendor rojo de los copihues.

El roto bravo, vivo y despreocupado, es acaparador de múltiples raíces de la tierra natal y está, con su gracia y valentía, más allá de la frontera. Los hubo en la Guerra Boer, en las legiones extranjeras del África, en la Guerra Europea, en la del Chaco, y los hubo en la segunda conflagración mundial.

Si se abre la perspectiva de un trabajo grande, allá se engancha sin importarle la lucha en el extranjero ni la diversidad del paisaje ni el idioma. Aventuró en California cuando la fiebre del oro, dejó sus huesos en la apertura del Canal de Panamá y con tenacidad venció el granito y la puna en las sierras peruanas, en la construcción del ferrocarril a la Oroya.

Audaz y desdeñoso, es lobero y cazador en Magallanes; en Chiloé es aventurero del mar, con todo el paisaje de su zona en los ojos; sin brújula y sin conocimientos náuticos se lanza a viajar en sus lanchones de pellín, sólo guiado por el rumbo de las estrellas.

Amigo del mar, se le encuentra en los muelles de Shanghai, Marsella, Nueva York y del Támesis, igual que en los malecones de Valparaíso o Antofagasta.

El rulo y la montaña los vuelve agricultura. Y hace una tonada su vida en la región de las viñas y legumbres; en la región de los cereales y las papas, en los extensos bosques en los que los rotos se convierten en santos vegetales aserrando el raulí, el lingue, el laurel, el pellín y la legendaria araucaria.

En los centros carboníferos del Sur trabaja en los mantos que se extienden debajo del océano, a profundidades que varían entre doscientos y quinientos cincuenta metros.

Hijo de la mina, forma el pueblo negro. Por lo tanto, desde niño sabe de las tragedias de los hombres de subterra. Crece junto al dolor que producen las terribles catástrofes de las minas; accidentes en que equipos de trabajadores muertos son velados en inmensos galpones.

El roto cargador de los puertos de Chile, el que ayer se ensangrentaba las espaldas con el transporte de la carga y que tenía un hombro mas levantado que otro, de tanto hombrear, de ponerle el hombro, se hermana con los forzudos balseros y los pescadores, finos tanteadores de las aguas; con los pescadores de Juan Fernández, guardianes de instinto maravilloso que cumplen jornadas de tres días con sus noches, y duermen en el fondo de las chalupas, doblados, encogidos, sin hacer más bulto que una langosta. Si el frío los entume, no tienen más recursos que calentarse con el propio trabajo hasta romperse las manos. Y si las olas gruesas y brutales, excitación del Pacífico, desmantelan sus embarcaciones y vuelve al hogar con un compañero menos, se le verá transformado por la lucha, los ojos hundidos, la cabeza cubierta de canas, pero nunca vencido. Dentro de dos días estará nuevamente mar adentro. ¡Estos son los pescadores de Juan Fernández, de la isla de Más a Tierra!

En los islotes, a lo largo de la costa del Norte, trabaja el guano rojo y blanco. Y tierra adentro, el sol hace salobre las capas geológicas, más él las trabaja con alegría. En esa zona se enfrenta con el salitre, el cobre, el azufre, el oro, la plata, el bórax, la sal; y es cateador; vale decir, hombre de horizontes, pujante barretero, incansable apir y cangallero en las minas.

Si el trabajo es duro, también lo son el dolor y la tragedia. Nada le arredra en su obstinación; si la vida lo cansa, se pone un cartucho de dinamita entre los dientes y no le importa volar fragmentado.

Y si se fuga de sí mismo, se hace bandolero, esencia antigua del montonero de nuestra libertad, del que defendió las ataduras de la patria a corvo limpio y que después en otras luchas, siempre por su instinto de libertad, bebió chicha con pólvora para atacar enceguecido, y, presa de una excitación incontenible, romper todas las vallas.

Junto al bandolero de armas cortas están el arriero, que es, a la vez, correo y ferrocarril; el baquiano diccionario de caminos, y el contrabandista, pirata que navega por el desierto y la montaña.

El baquiano y el contrabandista son espíritus vagabundos. El destino del baquiano es ir a horcajadas sobre los Andes, y el del contrabandista, inventar los caminos para que pasen el alcohol, la partida de animales a espaldas de las carabinas de la ley.

Los dos tienen caminos de heroicidades y entre la montaña y el precipicio está su tumba, que es la de los perseguidos o la de los desesperados.

Ansía el dinero, pero no tiene el hábito del ahorro: es mano abierta; es platicador, conversa en grupo, en filas; come siempre rodeado, en círculo; bebe dándose. Lleva dentro de él el clima de Chile, el variado paisaje: las nieves de la cordillera, los valles, los lagos, el océano inmenso, los bosques del Sur, la luz, los vinos, las frutas, las cazuelas, las empanadas y el ají.

El roto es así, de aliento cordial; gana el corazón y es bullicioso y retozón como la cueca. La imagen de la montaña, las pasiones del mar, forman su virtud telúrica.

Es excesivamente inclinado a los celos, pero despreocupado de la mujer. Es amigo del juego de cartas y no le importa perder su dinero, despellejarse.

Cuando se le llama a enrolarse para hacer el servicio militar o naval, ama la conscripción, viene feliz. En las primeras disciplinas saca pecho, se empeña por destacar su marcialidad, su aguante, y pone toda su viveza en el manejo de las armas y su atrevimiento en los ejercicios de a caballo. Ya hecho soldado, milico, sólo desea que lleguen las Fiestas Patrias con su 19 de septiembre, en las que parece culminara su vida con la Parada Militar.

Cuando lo centra la ciudad, lo margina la ley, le cambia la ojota, la chala por el zapato y tiene libreta de Seguro Social; se multiplica, se hace chapucero, trabaja en todos los oficios, es el que le pega a todo; y luego aparece dominador, conocedor del oficio y sé autodenomina maestro.

Si quiere ser dueño de la ciudadanía, saber de la importancia de la agrupación y conocer las luchas sociales, toma parte en las manifestaciones reivindicativas y no le importan las galopadas de los gendarmes sobre su carne, sobre la de sus mujeres y la de sus hijos2.

El roto está orgulloso de su condición de hombre y de chileno; vive como en guardia, defendiéndose, cuidándose, cubriéndose, ya que sólo puede fiar su salvación a la astucia propia y no a la ajena.

También encuentra y sabe respetar la varonilidad; tiene un guía libertario que le señala sus banderas, y dentro de él crece Caupolicán, símbolo de fuerza viril, con su historia del leño tatuada en su mente; crecen O'Higgins, el huachito, soldado heroico que emancipó a la patria; Manuel Rodríguez, astuto, burlador, roto ladino bajo el poncho y caballero peligroso cuando blande su espada; Camilo Henríquez, el fraile de la Buena Muerte, por ser el primer chileno que se declara independiente, el organizador de las milicias populares para combatir la revuelta monárquica; Francisco Bilbao, fundador de la Sociedad de la Igualdad, por haber cortado las cadenas que ataban el libre pensamiento; José Manuel Balmaceda, el mártir, por el grandioso estoicismo de su vida y porque defendió algo que consideró justo, rubricándolo con un pistoletazo; Recabarren, don Reca, el que le enseña a combatir honradamente y a sufrir sin quebrantos por su clase que es la suya; y Aguirre Cerda, el agricultor y el maestro, el don Pedrito que los representó por su chilenidad y los unió en un abrazo social, el Presidente que entró muy hondo en la ruralidad, en la gañanía, y al cual el pueblo llamó, sabrosamente, por los caldos de sus viñas, por el buen vino que él cosechaba, Don Tinto, estrechándolo confianzudamente junto a su corazón, a su gozar y a su sentir.

Artífices y artesanías

Si de este deseo de encontrar al roto se pasa a las artesanías, se gustará la sustancia humana y nacional de este pueblo, que es doméstico y épico.

En sus expresiones está su espíritu. En el mito y en la leyenda hay una idea o una imagen de contenido religioso, social o supersticioso, con carnadura formal, conclusa y precisa; en lo literario, en sus consejas, sus leyendas, sus cuentos, hay particularidades alentadas y alimentadas con lo dramático, la tristeza, el amor, la desventura, el destino, el desquite, la pobreza, lo sarcástico. En sus versos para cantar, canta clarito. La tonada es aroma de flor silvestre, fruto jugoso.

El sentido musical le es innato y está unido a él sutilmente con un lazo tradicional, aunque lo separen las variantes zonales. La danza corre por sus venas. En la cueca es donairoso, se luce, se agranda, y con ella termina la mitad de sus desgracias; en el tejido, sus manos son artesanas hábiles y sus ojos son los de un pintor; en la cestería trenza la paja y construye; en la alfarería amasa la arcilla, la vuelve, la estira, le da formas finísimas, la pinta y la graba.

Se puede decir que no hay localidad chilena que no exhiba una artesanía, que es algo así como una flor de expresión zonal3.

Entre las zonas de contenido expresivo están las Termas de Panimávida, con su cestería fina de raíces y crines pintadas; las Termas de Catillo, con sus trabajos realizados en auque; Quinchamalí, Pomaire, Talagante, Melipilla, con su alfarería en miniatura, roja y negra con adornos policromos o fitográficos; General Cruz, con la cestería de paja teatina; Chiloé, con los tejidos de quilineja; Llay-Llay, con los vasos de asta; Talca, con las riendas y arreos para caballos; Curicó, con los frenos y las espuelas de rodajas grandes; Malloco, donde se repiten las espuelas y los frenos plateados. En Renca, los mates pirograbados; en Colina, los peines de madera de naranjo; en Rancagua, los cestos de mimbre; en Coquimbo, los anillos de corazón de durazno y las figuras hechas con pastas de frutas; en Maule, los sombreros; en Chillán, la loza, las chupallas, los zuecos, los estribos; en Doñihue, los chamantos; en la isla de Juan Fernández, los bastones de chonta; en Valparaíso, las figuras de conchas marina; en las salitreras de Antofagasta, las botellas pisqueras con caliche de diversos colores; en los minerales de cobre del país, los ceniceros en forma de estrella o de corazón los puñales y los cuchillos curvos.

Algunas constituyen una industria, pero no pierden el sello, el hálito que las distingue de las de otras localidades.

Artífices y artesanos determinan zonas, regiones, y son representantes espontáneos del pueblo, en este caso del esforzado pueblo chileno.

 

Visión humana de Chile - El vino señor del espíritu - El lenguaje de los cuchillos - Contertulios de la muerte


© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina