Baraja de Chile

Contertulios de la muerte

(Pág. 45-59)

El sentido de la muerte

Los hechos, circunstanciales o episódicos, que se originan alrededor de la muerte, ostentan, en Chile, particularidades que limitan con lo dramático, lo humorístico y lo poético.

En Chiloé, las mareas tienen una íntima relación con la humanidad local.

El flujo y el reflujo están unidos al sentido de la vida y de la muerte. Si una mujer se siente con los síntomas del alumbramiento y la marea crece, las comadres anuncian a la paciente que debe tener resignación, porque el parto no tendrá lugar hasta que no apunte el reflujo; mas, si un moribundo se halla en las ansias de la muerte, los deudos no se amilanan si la marea se encuentra de flujo. No sucede lo mismo si el estertor de la agonía comienza con el reflujo; entonces el ayudar a bien morir y las ceremonias propias de tales extremos no escasean; comienzan los llantos y los preparativos para el entierro.

En algunas partes del Norte de Chile se cree que el alma del que muere no abandona inmediatamente el mundo terrenal. Vaga los primeros días recogiendo sus huellas; va a despedirse de los parientes y amigos ausentes, aunque sea a los más lejanos puntos, y se aparece en sueños o anuncia su fin por medio de golpes o de pasos que induzcan a pensar en su persona.

Supersticiones

Las creencias en torno a la muerte están regidas por la superstición, que es su fe; por el destino que es su dios.

Y entre éstas, se cuenta la de que es de mal agüero cuando ladran los perros cerca de un moribundo.

Cuando el chonchón (1) grazna tué, tué, alguien se muere.

El grito ronco de la voladora (2) anuncia la muerte.

El chuncho, ave nocturna, es también considerada de mal agüero porque ordinariamente presagia la muerte.

La primera medida que se toma con el difunto es cerrarle bien los ojos, a fin de que después no despida luces debajo de la tierra.

Para no tenerle miedo a un muerto, es preciso ayudar a amortajarlo.

A las mujeres se les quiebran los tacones de los zapatos, para que puedan entrar al cielo.

Al muerto se le debe vestir con sus mejores ropas, para que le sueñen airoso y elegante.

Cuando se pela, es decir, cuando se critican las acciones en vida de una persona ya muerta, ésta se da una vuelta en el ataúd.

Las personas buenas y caritativas tendrán derecho a entrar en el cielo vestidas y calzadas.

Los ahijados, esto se asegura, salen a recibir a sus padrinos con una vela, para alumbrarles el camino. Tres ahijados muertos forman un coro, y cuando el padrino muere, lo salen a recibir a las puertas del cielo.

Los que han comido carne de león, no pueden morir, tienen una larga agonía.

El que acaba de estar en un velorio o viene del cementerio, debe huir de los sitios donde se ha sembrado, pues su presencia malograría la cosecha.

Cuando al llenar una sepultura se advierte que falta tierra, es porque en breve fallecerá algún otro deudo. Igual cosa anuncia el que un cadáver quede blando y flexible por más tiempo que el ordinario.

Es muy bueno, estando ya en la fosa el ataúd, echar sobre él tres puñados de tierra.

Y cuando los ríos no devuelven a los ahogados, no hay nada mejor que colocar en una tabla una vela encendida y depositarla en el agua: ella irá corriente arriba o corriente abajo, en busca del ahogado, y donde se detenga, ahí debe hallarse el cadáver.

En algunas partes del sur creen que se fataliza la carreta o los bueyes que han conducido un cadáver.

Las solteras que mueren vírgenes se van a El Polletón, un lugar que Dios les tiene reservados en el cielo.

Cuando un caballo se sacude y su dueño está montado en él, es porque le anuncia una próxima muerte.

Si las gallinas cacarean como gallo, anuncian muerte de alguno de los miembros de la casa.

Morirá irremediablemente alguno de los dueños de casa si de súbito aparecen muchos ratones.

Si en una reunión de personas a alguien se le ocurre contar y resultan trece, a quién le he tocado ese número morirá antes de cumplirse el año.

La persona que oye cantar una gallina de noche morirá en el transcurso del año.

La persona que muere el día 29 de junio se va a la gloria, porque entonces San Pedro está borracho y deja pasar a todo el mundo.

Una araña negra anuncia luto, si se la ve en la mañana.

La persona a la cual se le muere el primer ahijado será muy feliz.

Si se pone pelo en el ataúd de un muerto, éste viene por la persona antes de un año.

Si alguien siente que le zumba un oído, debe hacerse una cruz sobre la oreja, pues significa que va pasando la muerte, y así impide que vuelva.

No hay que cortarse las uñas el día domingo, porque al que lo hace Dios lo manda a recogerlas cuando muere, y si no las encuentra, será condenado.

Cuando se desconoce a una persona que se está viendo a menudo, es señal de que pronto morirá.

Si se siente correr una piedrecilla sobre el tejado, quiere decir que pronto morirá una persona en la casa.

Soñar con carne cruda es señal de muerte.

El que sueña con incendio puede esperar una mala noticia, casi siempre la muerte de un pariente o amigo.

Sentir la voz de una persona, sin que ésta haya hablado, significa que morirá pronto y se dice que anda penando en vida.

Un tonto no pena cuando se muere.

Cuando muere una persona a la que no se conocía, debe decirse: No la conozco ni la quiero conocer, pues si así no se hace, ésta se aparecerá en la noche.

Cuando entra un pájaro en una casa, es señal de que pronto morirá una de las personas de la casa.

Cuando se para una lechuza en alguna parte de la casa, se muere la persona menor que en ella habita.

Pronto muere la madre del que se peina en la noche.

Es malo sentarse sobre una mesa, porque muere la madre de la persona que lo hace.

Aquel que mira una estrella determinada y dice: Esa es mi estrella, y por casualidad la apunta, morirá instantáneamente.

El finado

Para comprobar el deceso, se coloca un espejo en la boca del presunto extinto. Si no se empaña, se le cierran bien los ojos y luego se le coloca un pañuelo que pasa por debajo de la barbilla y se anuda en la cabeza.

Se mira mucho si el cadáver queda lacio, porque esto quiere decir que la muerte sigue en casa, lista para coger a otro de la familia.

Se viste a continuación al difunto con la mejor ropa, y se dispone su colocación sobre una mesa o sobre un catre de tablas sin colchón.

Se le vela con cuatro cirios.

La gente del campo, cuando se produce un deceso, se aproxima a los dolientes para consolarlos, y también se apresuran a enviar sus pollitos, sus gallinas, sus patos gordos, a fin de que en el velorio tengan los asistentes cómo entretener el diente.

En el velorio se cuentan chascarros, se echan adivinanzas, se sirven gloriao (3), ponche y huachacay. A medianoche, es infaltable un plato de cazuela de gallina.

Y beben sin reticencias ese ponche, y mientras lo beben, no falta quien dice: Mañana será otro día y no sería malo que se muriera un viejo... ¡pa tomar otro gloriao!...

Si ha muerto asesinado, se le vela y se le entierra cara abajo, para que el victimario sea encontrado.

Las coronas más apreciadas son las de papel y de colores negro, morado y blanco.

En los campos conducen el ataúd hasta el cementerio, a lomo de mula o en carreta, a pulso, en angarillas. Llevado en andas o parihuela es ruando. En esta ocasión para no lastimarse el hombro usan el poncho atotado, doblado y redoblado para lograr blandura.

Cuando el cementerio queda muy distante, el ataúd se asegura bien en unas angarillas; éstas son transportadas por cuatro jinetes, al centro de sus cabalgaduras, sujetando el artefacto por los extremos con la mano derecha.

Si primitivamente se había dispuesto llevarlo en carreta o en angarillas y luego se resuelve otra cosa, el ataúd rueda al suelo.

Se asegura que la caja mortuoria pesa mucho más cuando se acerca a la fosa, y esto se interpreta como una resistencia del difunto a ser sepultado.

Velorio del angelito

Angelitos se denominan a los niños menores de siete años, y si uno de éstos fallece, se le reza el rosario y se entonan cánticos piadosos, cánticos de los ángeles. Se sirve un aguardiente correlativo, o cena a medianoche. En el fondo del cuarto, donde hay un brasero en el que se quema incienso, los dolientes, los amigos, beben. En un solo vaso se sirve el licor de la ceremonia, el gloriao, y el niño se va a la gloria, está glorioso. Todos beben con el saludo ritual. ¡Que sea en buena hora! ¡Que sea en buena hora!

En una mesa de los santos, es decir, en la que se colocan los santos, reposa el angelito, sentado en una pequeña silla de brazos. Otras veces es un andamiaje como un altar y se le adorna con flores y guirnaldas de papel.

Cuando muere un menor de siete años, no se le lamenta, pues el angelito saldrá a recibirlos a la hora de la muerte para guiarlos camino al cielo. Un angelito pena mucho en el cielo cuando su madre lo llora demasiado. Si se llora, se le hace mal al angelito.

Cuando las madres sufren, los angelitos les procuran resignación, conformidad. Y cuando se mueren, las llevan de las manos al trono del Señor.

Los niños que no han pecado se van derecho al cielo.

El primer requisito fúnebre es llamar al carpintero para que tome las medidas del ataúd, en el cual el difunto será colocado sólo poco antes del entierro. Estos ataúdes, muchas veces, son de fabricación casera: tabla cepillada sin barniz; cuando más se le pega papel blanco semejando pintura.

Al pequeño difunto se le viste con túnica blanca, adornada con lazos celestes. Se le colocan alitas de cartón forradas en papel de plata o de oro como la coronita de su frente. Se le sienta en una silleta con las manos juntas, apretando un ramito de flores blancas.

Se cuida de dejarle los ojitos abiertos para que encuentre el camino que conduce al cielo.

Una sola vela arde en el medio de la mesa cubierta de flores blancas.

Es llevado al panteón en unas angarillas o a lomo de acémila.

Forman el cortejo solamente los hombres. Las mujeres quedan acompañando a los deudos y tomando mate con cedrón para la pena.

En otros casos, niñitos y niñitas cargan el cajón y las mujeres forman el cortejo, portando coronas y una cruz de madera para ser colocada en su túmulo.

En ciertas partes del Sur, los padres entregaban los angelitos a los dueños de almacenes y cantinas, que se convertían en verdaderos representantes de pompas fúnebres; ellos facilitaban una habitación para la capilla ardiente, y la vestimenta, que consistía en una capa; suministraban el vino, las comidas, la música, el canto para que todos bailaran. Los padres del angelito tenían ciertos derechos, prerrogativas, como beber sin pagar (4).

Baldomero Lillo, en Relatos Populares, anota en El Angelito:

"La costumbre había establecido que cuando moría un niño, se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediese el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los "angelitos" era el Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana".

Así como los angelitos se arrendaban, eran prestados también, para tener motivo de fiesta. De la casa de los padres pasaba a la del padrino, y hasta a la de algún pariente cercano. Ha habido angelitos que han excedido todos los plazos, y después para depositarlos en los ataúdes se debió descoyuntarles los huesos.

En estas fiestas de angelitos, a causa de las borracheras que los contertulios se propinaban, algunos fueron en tal forma abandonados que, como se descuidará la atención de las velas, produjéronse incendios en los cuales los angelitos, carbonizados, volvían a encontrar una segunda muerte.

Es en el campo donde la muerte de los niños alcanza mayor valor popular, y el dolor está junto a las vihuelas, al tinto, a la dulce chicha baya, al gloriao y a las cuartetos llamadas cánticos de los ángeles.

Y como miserere, aparecen los cantares:

Que pasen las penas luego,
cogollito de azucena,
los niños que ya se han muerto
son cuerdas de una vihuela.

Estos cantos los entonan la abuela, el padre y, por lo general, cantadores:

¡Qué glorioso el angelito,
que se va para los cielos
a rezar por padre y madre
y también por sus abuelos!

***

¡Qué glorioso el angelito,
que está sentado en ese alto!
No se descuiden con él
y vaya a pegar un salto.

***

¡Qué glorioso el angelito,
que se va para los cielos!
Atrás va el padre y la madre
a atajarle con los perros.

***

¡Qué glorioso el angelito,
cara de animal vacuno,
que abajo tiene dos dientes
y arriba no tiene ni uno!

Y los cantos de velorio se repiten toda la noche:

Ya llevan al angelito,
se lo llevan p’al panteón;
pero eso a mí no me importa,
porque arriba ta’ mejor.

***

Hasta pronto, misiá Pancha;
consuélese má’mejor.
Arriba está el angelito
junto con el Niño Dios.

Y, por último, viene la despedida del angelito, mientras la madre repite plañideramente: La vida se acabó para mí. Pero el niño la consuela por medio de los cantores:

¡Ay!, madre, no llores,
no llores por Dios;
yo estoy en el cielo
rogando por vos.

Consuelen, señores,
mi madre querida,
que la ven llorar
por la muerte mía.

Bienhaiga mi madre
que a mí me parió
y la señorita
que a mí me cargó.

Bienhaiga mi padre,
por él soy ufano;
bienhaiga el padrino
que me hizo cristiano.

Toquen las vihuelas,
arpas y violines,
por hallarse junto
con los serafines.

Canten, pues, señores,
canten los cantores,
consuelen mi madre
que está con clamores.

Las ánimas

El culto de las ánimas ocupa un lugar preferente en el pueblo. No hay pueblo de Chile que no tenga la costumbre de encender velas en los sitios donde se ha cometido algún crimen o ha habido accidente, lugares que se respetan como animitas y que se destacan por un gran charco de esperma o restos de coronas de papel.

Animitas de bandidos y gendarmes rivalizan en las mandas, junto a periodistas, ahogados y atropellados.

Los caminos de Chile, los ríos, las vías férreas, ostentan estos recuerdos, que son como una lámpara votiva, puesto que no hay animita que no tengan su cuidadora y sus velas.

Estas pequeñas grutas, negras por el humo de las velas, construidas de un par de tarros, de adobes, de pirca de piedras, y muchas veces sólo representadas por una cruz, son custodiadas por el fervor popular.

A algunas animitas se les conoce por su nombre. En el canal de Tenglo se habla de la Animita de Olegario: Olegario Pacheco, que pereció ahogado.

En Puerto Montt existe la calle del Ánima, y se trata de un tal Fortuoso, (Fortuoso Soto) que fue asaltado para robarle ochenta centavos; en Valdivia, el Ánima de Rodríguez (Serafín Rodríguez), es muy conocida. El río que ha hecho tantas víctimas, según el decir, cobra todos los inviernos su tributo humano; en sus orillas ostenta algunas cruces que recuerdan a diversas personas ahogadas, entre las cuales están la Bertita y Luciano.

Existe respeto hacia las animitas o seudos santos de los caminos, y se exterioriza persignándose cuando se pasa frente a ellas, descubriéndose, rezándoles un padrenuestro, colocándoles ofrendas florales y coronas de papel y dinero; si a alguien se le encarga colocarles velas, esto debe cumplirse al pie de la letra, porque si no, la animita le saldrá a penar.

Las almas penan porque quieren comunicarse con nosotros o porque necesitan rezos. Otras almas penan para prevenirnos de una desgracia.

La superstición popular en torno de las animitas tienen tejida numerosas y sobrecogedoras leyendas.

Una de ellas se relaciona con un leñador que fue asaltado una noche por seis bandoleros. El leñador era fuerte y corpulento, bajó de su caballo y con su puñal empezó a defenderse. Pelearon hasta que llegó el alba, y murieron todos desangrados, después de una batalla muda y sorda.

Cuentan los habitantes de esos alrededores, que el alma del leñador vaga todas las noches por el sitio de la lucha, detiene a los viajeros y les pide fuego para encender siete velas. El mismo espectro las enciende y las coloca en los mismos sitios en donde cayeron los cuerpos de los seis asaltantes y donde cayó su propio cuerpo.

Se cree que las almas de los condenados al patíbulo injustamente, son milagrosas. Los vientos más iracundos no pueden apagar las velas que se encienden sobre la tumba de un ajusticiado víctima del error o la calumnia.

El lunes es el día de las ánimas y se cuida de que las animitas tengan prendidas sus velas durante toda la noche.

Se dice que el que mira a un ánima por la espalda, cae al suelo arrojando sangre por boca y nariz.

Dícese que las ánimas despiden llamas por la espalda.

A medianoche, se ven en la obscuridad ánimas y fantasmas. No debe mirarse un fantasma. No debe mirarse un fantasma mucho rato, porque éste empieza a alargarse más y más, hasta que cae y aplasta a la persona que lo mira, causándole la muerte.

No se debe silbar en la noche, porque esto significa llamar a las ánimas.

La malicia y la muerte

El pueblo chileno tiene expresiones maliciosas para señalar la antemuerte y la muerte. El grafismo de estas expresiones es irreverente e ingenioso.

Refiriéndose al estado de coma, dirá: Está pa sécula; Está pa’l gato; Están aullando los perros; Está jugando con la pelá; Es chancho en la batea; Huele a muerto; Está más pa la otra que pa ésta.

Y para significar la muerte misma, ¿cuántas no hay? Por ejemplo, dice: Se fue de un viaje; Le llegó al contre; Le llegó al perno; Le llegó al mate; Le llegó al pihuelo; Se le olvidó respirar; Se le cortó el hilo; Se puso mameluco (5) de madera; Salió con los pies pa’elante; Se fue en bote de cuatro velas; Se le cortó el resuello; Se hundió; Se lo llevó la pelá; Se fondeó; Se fue pa’l otro mundo; Entregó los vales; Estiró la pata; Entregó la herramienta; No tomará más carro; No entrará más a Gath y Chaves (6); Pagó todas las deudas; Paró las patas; Quedó con los ojos en blanco; Torció la esquina; Soltó la maleta.

Después viene la serie de los rotundos: Al fin se fue este condenao; Se tiró el peo de la muerte; Cagó fuego; El Diablo se lo llevó de las patas.

Y los que significan resignación cristiana: Entregó el alma a Dios; Dios lo tenga en su santa gloria; Pasó a mejor vida; Se fue p’al cielo; Se lo llevó la parca, y Ya dejó de sufrir.

Se sirve de la muerte para expresar sus burlas e ironías y establecer comparaciones extraordinarias por el fúnebre humorismo que encierran. Una viuda de riguroso luto, cargada de velos será caballo de Pompas Fúnebres. Una persona flaca es la muerte en cueros o charqui de ánima. Una cara desagradable será cara de cadáver, cara de calavera, cara de velorio; cara de entierro. Un buen caldo, un mejor guiso, sirve para resucitar muertos (con ello quiere decir que hasta un difunto es capaz de cerrarse a brincos). Finalmente, el fabricante de ataúdes, el que toma las últimas medidas, será conocido como sastre de los muertos.

Y frente a lo imposible, no desconfía y dice: Se han visto muertos cargando adobes.

Hacerse cargo de una situación o asunto que le correspondía a otro será cargar con el muerto.

Su humor continúa en los denominativos que les da a los cementerios. Estos nombres nacen en su mayoría con ribetes traviesos; decimos así porque no toma en serio el sitio, salvo raras ocasiones. En Concepción, dicen: Se fue para Chepe, por encontrarse el cementerio en el sitio de esa denominación; pero también exclaman: Pasó a la fiambrera. El cementerio es, además: Patio de los hinchados; Patio de los callados; Paradero de los difuntos; Se fue al fundo de las cruces; Se fue para el otro barrio; Se fue a la olla grande; Se fue para la heladera; Se fue a la población de los sosegados; Se fue para los palos blancos; Lo tiraron a los mármoles, y Lo echaron a la zanja.

A continuación, se insertan los refranes y dichos que abundan sobre este particular: Nadie se muere cuando quiere; si tal aconteciese, sería una breva. No hay muerto malo (como generalmente de los muertos sólo se anuncian las buenas cualidades, úsase este refrán a manera de despique irónico). El muerto al hoyo y el vivo al bollo, es una expresión que quiere significar que, no obstante el pesar causado por la muerte de algún deudo querido, es menester proseguir en las tareas de la vida; El llanto sobre el difunto, equivale a formular una petición en el momento preciso; y A muertos ya idos, no hay parientes ni amigos.

Al que muere lo entierran

Es sabido que el pueblo chileno tiene un conformismo, una entereza frente a la muerte, que asombra. Sabe y tiene a flor de labios que tenemos la vida emprestá y no comprá. Dice: Para pasar las penas del tacho (o sea, sufrir mucho) no vale la pena vivir.

Su desprecio es obvio cuando se resigna ante el desaparecimiento de alguien diciendo; La delantera no más nos lleva, o cuando canta: Al que muere lo entierran, —con tierra queda tapado, —olvida lo que ha querido— y lo que ha pedido fiado.

No se muere por nadie. Así lo repite:

Yo no muero por nadie,
nadie se muere por mí,
solo me parió mi madre
y solo me hey de morir.

Frente a la noticia de un fallecimiento, exclama: Qué más quería vivir; Ya cumplió; Para poca vida más vale nada; Mejor nada que poco; Estaría de Dios; Para morir nacimos; Hasta aquí no más llegó.

Si son amigos o conocidos, lo acompañará hasta el final, ayudará a cargarlo, y llegará al recinto de la amargura formando el cortejo curado, tambaleándose, y como para afirmarse se tomará del brazo del amigo, del compañero.

En la capital, en el Cementerio General, la gente del pueblo, siguiendo la costumbre de algunas asociaciones, se toma fotografías junto al ataúd, y es de ver los grupos que se forman; en estas ocasiones no faltan las recomendaciones a manera de chistes, como éste: ¡Cuidado con poner cara de muerto!.

Los que formaron el cortejo, a la salida encontrarán, a la puerta del cementerio, pequeñas ventas cuyas mercaderías cambian con las estaciones. En el invierno son las sopaipillas, los picarones, viandas criollas, té, café, sandwiches, y en el verano, la cerveza helaíta, la bilz, los huesillos con mote. Y los domingos de todo el año, las ricas empanadas de horno.

Durante muchos años, los duelos del pueblo se han estado despidiendo en Santiago de Chile, en los quitapenas (7), donde las comidas y el vino traen alegrías. Las penas con pan son buenas o son menos, así como para otros, la fortuna, los medios son un lenitivo al dolor.

En Norte Grande (8), la novela del salitre, de Andrés Sabella, en el capítulo Donde Mr. Bark habla de los pampinos que no temen a la muerte, encontramos este impresionante párrafo:

En una ocasión —narró Mr. Bark— había un obrero muy mal querido en la Oficina. Le llamaban El Borrado. Trabajando en las chancadoras, cayó un día dentro de ellas y, naturalmente, no quedó del pobre hombre nada, nada... Estas maquinarias muelen el caliche, y en el largo proceso de este trabajo hierven los caldos a temperaturas fantásticas, 300, 350 grados. Cuando supe el accidente, ordené parar las máquinas y me di a recorrerlas aun cuando sabía lo imposible de hallarse: era esta pausa un homenaje a la especie... Los obreros me seguían sin darle importancia al asunto. Alguien me aconsejó no buscar más. Yo conocía que a lo largo de tanta pieza había un hombre muerto. ¿Dónde estaba? No era fácil decirlo. Las chancadoras seguramente lo habían reducido a una simple aleación, fundiendo la carne humana con el caliche... ¡Ni las suelas de los zapatos pudimos encontrar, por supuesto!... Decepcionado, me venía de vuelta, cuando un compañero del Borrado me zambulló en una feroz realidad, con este comentario:

¿Se da cuenta, míster Bark? ¡El viajecito a Estados Unidos que se va a pegar el gallo!...

Un pueblo que glosa así su destino es que desprecia a la muerte, o le sobra vida.

El territorio chileno, montaña, océano, pampa y mina, exige diligencia y privaciones, y si a ello se le suma que el chileno nació junto a la lucha, a la muerte conquistador y combatiente, se comprenderán el afán de partida y este conformarse con el destino que lo hacen resignarse a la muerte.

El pueblo, burlón, imprevisor, cambiador de oficios, viajero, desprendido, no puede morir por nadie.

Innegablemente, sufre: pero ahí están los quitapenas y el trabajo fuerte, rudo, acerándole el temple en constante progresión.

 

Visión humana de Chile - El vino señor del espíritu - El lenguaje de los cuchillos - Contertulios de la muerte


© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina