Baraja de Chile

El Lenguaje de los cuchillos

(Pág. 37-44)

El corvo

El corvo chileno es un cuchillo con la lámina de acero arqueada hacia adentro (introrso), que difiere notablemente de los cuchillos combados de Oceanía y otras partes, donde se usan con láminas en forma análoga; pero en estas últimas regiones la punta está dirigida hacia arriba (estrorso).

El corvo es de un solo filo, y su hoja, encorvada, formando una media luna.

En Chile se han clasificado casi diez tipos característicos de corvos, entre los cuales se destacan los corvos de lujo, los corvos populares y los corvos historiados.

Un corvo de lujo bien rematado, bien hecho, puede ser uno cuya hoja curva mida treinta centímetros de longitud en total; de esto corresponden doce centímetros al mango y el resto a la lámina, la que termina en punta. Los corvos populares son los corrientes, los más democráticos; y siguen los corvos historiados, que son los que tienen en la lámina unas pequeñas incrustaciones en forma cilíndrica, de cobre, bronce y metal blanco. Dícese que estas taraceas son la contabilización de las muertes que se han perpetrado con dicha arma. Existen corvos que ostentan hasta veinte incrustaciones. Seguramente, con los años, se ha convertido la aplicación en un estilo: ya no testimonian, no dan fe de asesinatos. Hay otros cuyas láminas están marcadas con alguna letra, como con una cruz, contra la cual no hay quite ni baraja que valgan.

La empuñadura, el mango, o cacha, es de contornos poligonales y está formado por una serie de piezas de cobre, plomo, bronce, asta de buey, madera y plata, colocadas como anillos en el cabo. Todas estas piezas están sostenidas por un eje de acero, continuación de la lámina hacia el mango, la que termina remachada en la parte final.

Por el empleo del material de las empuñaduras se puede identificar el lugar de procedencia del corvo; así, en los mangos de los corvos del Sur se encontrará la rodaja de suela, madera, asta, y no de metal.

El roto usa el corvo entre la faja y el cuerpo, en la cintura. La faja es una banda tejida, cuyo ancho puede ser de veinte centímetros, y se distingue por sus colores abigarrados y por su longitud, que alcanza hasta seis metros, sumándoles los amplios flecos de los extremos. Con ella, el roto trabajador, el roto carretero, el roto de aguante, se comprime el abdomen para desarrollar un mayor esfuerzo. Rotos hay que cargan el corvo entre cuero y carne, es decir, junto a la piel, o simplemente enfundado en una pata de cabra, pata que ha sido despojada del hueso y que conserva pelaje; en el centro tiene un corte obturado con ligaduras de cuero o tripa, y este corte sirve para conferirle la curvación necesaria.

Para manejar el corvo hay que estar familiarizado con él. Es común oír decir que el roto es cuchillero. Sí, pero cuchillero fino, como ajustado a un código de honor. Entre peleadores y en plena lucha, aunque tengan blanco no pegan, hasta no fijar la puñalada certera, la que parta el alma y haga irse al contendor en un solo y largo quejido.

Los espectadores en raras ocasiones tratan de apartar a los adversarios, a no ser cuando estiman que ya han perdido el dominio de sí mismos y el cuchillo es blandido a tontas y a locas.

Hay que destacar que cuando la pelea es seria, el desafío se ejecuta atándose los pies, y entonces la lucha es formidable. Por lo general, buscan un solitario y apartado paraje, animándose u ofendiéndose cuando empiezan a cruzarse los filos. En esta ocasión se sirven de la faja, muchas veces de seda, con la que ambos se amarran el pie izquierdo. La mano derecha está como enguantada ya sea con una manta partida en dos, con una chalina o simplemente envuelta en un saco, a fin de que la muñeca no afloje el corvo; el brazo izquierdo siempre en alto, también está envuelto y sirve de escudo para barajar, parar los golpes, los cortes.

Pactado de este modo, el combate es a muerte: uno quedará panza al sol, guata arriba, con las tripas afuera, enredado en un corvo.

El vencedor, terminada la contienda, corta de un tajo la amarra, la faja.

El roto es decidido y valiente con su corvo. El roto ama su corvo y recuerda que ganó batallas a puro corvo (durante la campaña de 1879, el soldado lució en su uniforme el corvo, el que llevaba al lado izquierdo, en una elegante vaina).

Estos embelecos los empuñan los rotos pampinos para ventilar asuntos de ellos: defender una hembra, aclarar sus enredos, sobre todo cuando los dos sienten afecto por una misma mujer; a veces, una botella de pisco o una cuestión de minas suelen originar los encuentros. Hay puntas de corvos que han realizado proezas frente al abdomen descubierto de un contendor. Filigranas y arabescos se han escrito con sangre sobre la tostada y dura piel de los rotos, cuando estos son sufridos y no saben de dolores ni fatigas y caen sin pedir auxilio: el que es minero no chilla, aunque esté bandeado.

El corvo es un instrumento de defensa: por algo tiene una conformación arqueada como una garra; de ahí que cuando agarra desgarra.

En las manos de un malhechor se mancha, porque lo vuelve arma contundente. La parte terminal del mango la utiliza para dar golpes llamados cachazos. Por esta razón, la autoridad policial ha realizado campañas en todo Chile para suprimir el uso del corvo; pero su control es sumamente difícil, ya que éstos se pueden hacer de una lima, de un trozo de sierra, con las puntas de las hoces, en la casa, o al escape en las fundiciones.

El puñal

El roto emplea, además, el puñal. Hay puñales gigantescos, fabricados de yataganes. El puñal es de lámina recta, lanceolada, con un solo filo, cuya longitud total puede ser de treinta y cinco centímetros, de los cuales diez centímetros corresponden a la empuñadura.

Su empuñadura es similar a la del corvo: guarniciones de cobre, hierro y asta de buey. Hay algunas hojas que tienen inscripciones grabadas en una de las caras, como ésta:

Dios y pueblo
Chile 1865
Chañaral

Algunos puñales de hacendados suelen tener en la hoja, como decoración, una culebra que zigzaguea o algún animalejo raro.

Al puñal, grande y puntiagudo, le llaman belduque; palde, que es un instrumento de madera en forma de puñal que usan en las playas del sur de Chile para extraer mariscos.

Puñalear dice el pueblo por apuñalar, y puñalero es el que hace puñales, el que los vende y el que hiere o mata.

Ha habido peleadores a puñal que lo han enterrado hasta la cacha, hasta el mango o empuñadura, y otros que al detener un golpe con la mano, han resultado con ella partida en dos.

La daga

El origen de la daga fue probablemente el cuchillo, y su llegada y convivencia entre nosotros se debe a los conquistadores.

La daga es casi de un palmo de longitud, con una empuñadura de ocho centímetros. De ella se puede decir que es corta, recta y de dos filos a los menos hacia la punta.

Hay dagas chilenas cuyas láminas tienen, generalmente, cinco centímetros de ancho en la base y cuatro en el centro; terminan en punta, con un filo muy cortante por ambos lados.

Por esta conformación, el pueblo le llama lengua de vaca o lengua de buey; seguramente, asemejándola a la lengua de estos animales, a causa del ancho de la hoja, que va en disminución desde la empuñadura hasta la punta.

Entre otras de las denominaciones que le dan, está la de pluma, por la forma de las plumas que cubren el cuerpo de las aves. También le dicen Filomena y Margarita.

Algunas dagas se elaboran de limas usadas.

La daga se lleva pendiente del cinturón, al lado derecho o en medio del cuerpo, algunas veces sobre los riñones.

Su uso está prohibido, como el de todas las armas blancas.

Cuchillos

El roto lleva siempre consigo el cuchillo cachiblanco, llamado así por su larga cacha de rodajas de hueso blanco; este cuchillo le sirve para todos los menesteres domésticos y para el ataque y la defensa.

La variedad de cuchillos es infinita, como sus tamaños, y entre sus tipos se encuentran desde el cuchillo mesa Solingen arreglado, transformado, hasta el cuchillo pequeño de hoja fina; con todos ellos el roto sabe operar muy bien. Algunas veces las hojas de estos cuchillos son de cuerda de reloj, como igualmente pueden ser de muelles de carreta.

Para probar el acero de las cuchillas, se las acercan a la boca y lanzan en la hoja su hálito caliente. La rápida evaporación sobre el acero les dice que es recontra fina, recontra buena. Si su filo es bueno, cortará un pelo en el aire, y si es malo, no cortará ni la mantequilla caliente.

El aguardiente, el vino o la chicha originan riñas en las que sale a relucir el cuchillo. En estas reyertas hay heridas mortales. Otros al atacarse se hieren la cara, más bien con el objeto de dejar desfigurado al adversario y no de herirlo de gravedad. Entre este tipo de cuchillero se han propinado hasta cincuenta tajos, corte u ojales. Y vienen los que se desafían haciendo su trabajo agitando la cuchilla en su mano derecha, rápidamente, con un movimiento de muñeca, y recubriéndose la mano izquierda con su chaqueta para defenderse la cara.

En los agravios nocturnos aparecen los maleros, los que proceden malamente, y las cuchillas y las cuchilladas son denominadas maleras.

Los nocherniegos bebidos e insolentes llegan provocando a los vendedores nocturnos, especialmente a los tortilleros o sangucheros, vendedores de emparedados, y aquí aparecen las cuchillas sangucheras o pernileras, porque con ellas cortan lonjas de pernil para los sandwiches; cuchillas pequeñas, delgadas y afiladas, que causan graves efectos.

Si el cuchillero cae a la capacha, si es encarcelado para cumplir alguna condena por haber actuado en las sombras hundiendo su cuchillo en el cuerpo del pacífico transeúnte, sufre la ausencia de su inseparable compañero por lo que lo construye en miniatura. Es así cómo de un trozo de acero cualquiera hace una pequeña hoja, la que encaja en el plomo de una bala. Esta pieza es colocada dentro de una vainilla desocupada como si fuera una bala de carabina o fusil Máuser. Hay cuchillos de exclusiva fabricación carcelaria: de arcos de baldes; algunos penados han hecho delgados, pero macizos estiletes. Los reos, en las faenas del riego de los patios, han sacado las asas de los baldes, y de ellas se han servido para liquidar, en esos mismos patios, sus viejas rencillas.

Se dice que el roto es como bala para el cuchillo, y se recuerda que los rotos fueron los primeros aventureros en California, cuando la fiebre del oro, y que fueron ellos los únicos que pudieron contener, poner atajo a los desmanes de ciertas patrullas, a punto de cuchillo y corazón.

Es conveniente anotar que el huaso maneja el lazo y el roto el cuchillo. Ya en la guerra de la Independencia, estas preferencias del huaso y del roto eran bien marcadas. En la batalla de Maipo el roto prefería el puñal al fusil. Y el huaso despreciaba el sable para derribar a puro lazo al enemigo.

Hoy como ayer, el roto maneja el cuchillo diestramente, y siente predilección por laborar con él, ya sea cortando tientos para los frenos, lazos; fabricando enjalmas, la parte de la montura chilena que está hecha de madera; tallando estribos de sauce o quillay, o blandiéndolo con coraje si alguien le para gallo.

Denominaciones

Entre algunas denominaciones que se les dan a los cuchillos, están cantaclaro, que hace hablar claro; Santa Clara, ignoramos aquí el papel de la fundadora de las monjas Clarisas; quisca, por su semejanza con la espina del arbusto llamado quisco; guaraña, alteración de guadaña, cuchilla corva que sirve para segar la hierba; estolfa, puñal; Filomena, de filo; punzante, cuchillo.

Por herir o inferir heridas dicen: Jugar a las que van y vienen, harcerle una pifia, rasgadura como la que se efectúa al paño de la mesa del billar con el taco; achaflanar, hacerle ciertos cortes llamados chaflanes; calar, del término cala, para probar una sandía; chuzazo, entrada recta del cuchillo; corte, puñalada; ojal, conformación del ojal; tajo, de tajadura; dar betún, de embetunar, que en este caso equivale a teñir con sangre.

Si se refiere a la muerte o al asesinato, matar será: volcar, suprimir, apagar la vela, echar al hombro, pasar por la cocina y dar el bajo.

Supersticiones

Si los cuchilleros, los gallos, los hombres de pelo en pecho son sorprendidos en la pelea por la policía y uno huye o se le encuentra malherido y se le solicita el nombre del victimario, no lo dará. ¿Para qué delatarlo? Si él muere, sería absurdo que lo castigaran; y si vive, se las arreglarán entre ellos. ¡Algún día se las pagará!

El herido se niega a dar el nombre de su agresor, observando con esto el código de honor del hampa, que establece no dar el nombre del que agrede, para hacerse justicia por sí mismo.

Los peleadores a cuchillo creen que si el contendor queda tendido de espaldas, cara al sol, no tiene venganza; pero si cae de guata, boca abajo, prefiere entregarse a la justicia, porque siente no haber procedido con todas las de la ley del cuchillero. Si no se entrega, la policía sabe que el hechor debe estar cerca del cadáver; porque ocurre que el victimario, aunque cree distanciarse, no se aleja, y lo que hace es rondar en torno a la víctima y ponerse más y más al alcance de la mano de la justicia.

Otras de las creencias son: que el asesino carga con las culpas de la víctima, la cual, libre de ellas, vuela al cielo, y que un arma que ha herido o muerto a una persona queda amaldicionada, y ya no puede hacerse uso de ella.

Heroísmo y anécdota

En las luchas o peleas a cuchillo en las que corre la sangre campea dentro de lo heroico, lo anecdótico. Son innúmeros los casos en que se puede comprobar esta mezcla de virilidad y curiosidad.

A este respecto, contaba un médico de una posta de Asistencia Pública que, en una ocasión que él se encontraba de guardia, llegó un rotito todo apuñalado y al interrogársele sobre el nombre de su atacante o contrincante, se negó a darlo, y como única respuesta, sólo dijo: Doctor, cuando llegue uno que no tenga dónde darle una puñalada más ése es.

En otra ocasión llegó a la posta asistencial un rotito casi degollado de una puñalada y cuando el doctor iba a comenzar su intervención, el paciente se incorpora en la mesa de curaciones y le dice: Doctorcito lindo, écheme bien la costura, que no se me note nada, así como la que me hizo la otra vez.

 

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© SISIB - Universidad de Chile y Karen P. Müller Turina